Pues nada, aquí os dejo otra parte :D Si queréis ver el resto, mirad en la página Fragmentos. Los comentarios siempre se agradecen ;)
(Capítulo 7)
-¡Alto!- ordenó
una voz potente, grave, que hizo que se detuvieran en un instante.
Ambos volvieron
la cabeza y se encontraron - bueno, más bien él se encontró - con una mirada fría y calculadora. Había un hombre
joven, de unos veinte años, bastante musculado y, aun así, postrado ligeramente
sobre una rama, como si no fuera más que un pajarillo. Y no era un pajarillo,
pero tenía dos enormes protuberancias blancas y emplumadas a su espalda, y las
abría ligeramente, en la posición perfecta para mantener el equilibrio. Dejó al
chico, que en su vida había visto a alguien como él, completamente estupefacto.
Lo más
increíble de todo era que los estaba apuntando con una ballesta. O, mejor
dicho, a él, otra vez; no tardó ni medio segundo en levantar los brazos. Kioni
parecía completamente tranquila, tan solo alzaba levemente las manos en un
gesto conciliador. El otro la miraba de reojo, con una pregunta en la mirada:
"¿Está limpio?" La joven asintió, sin pronunciar palabra.
-¿Lo has
comprobado?- preguntó el otro, con la tensión reflejada en su tono de voz.
Kioni hizo un gesto de cabeza hacia Ángel, con las cejas alzadas, como
invitándolo a corroborarlo por sí mismo.
El hombre, que
se encontraba a dos metros del suelo, saltó y planeó suavemente, abriendo las
alas apenas cincuenta centímetros, hasta llegar a donde estaban. Durante unos
segundos, permaneció enfrente del muchacho, mirándolo fijamente a los ojos,
como intentando descubrir algún secreto en su expresión. Este intentó mantener
la calma, aunque por dentro temblaba de miedo: seguían apuntándolo con un arma,
al fin y al cabo.
-No tienes cara
de psicópata- dijo por fin, colocándose a su espalda-. O actúas mejor que Roger
Harrison, porque pareces acojonado.
-¿Quién es
Roger Harrison?- preguntó, dubitativo, mientras dejaba que le subiera la
camiseta. Frunció el ceño, irritado. Estaba harto de que le examinaran las
alas, como si fueran de plástico.
-Oh, empezamos
bien. ¿Cómo es posible que...? Espera, ¿qué es esto?- inquirió con irritación.
Kioni quiso
detenerlo, pero antes de que ninguno pudiera hacer ni decir nada, el hombre
descargó una flecha y con ella cortó el cinturón que mantenía las alas del
joven sujetas, haciendo que resbalaran y cayeran al suelo con un golpe suave,
amortiguado por las blandas plumas. Aun así, eso no evitó la exclamación de
protesta de Ángel.
-Vaya, qué
raro- musitó el otro, entre confuso y desconfiado. Le lanzó una mirada suspicaz
al chico, que se había vuelto rápidamente y se había puesto a la defensiva,
intentando ocultar tristemente las alas tras él-. Creía que te las habían
amarrado para que no pudieras volar. Los muy capullos suelen hacerlo.
-¿Y no crees
que si hubiera sido así, ya lo habría cortado yo?
-Eh, podía ser
que no tuvieras material para hacerlo- se defendió el hombre.
-¿Sí? ¿No
conoces lo suficiente a tu amiguita para saber que siempre lleva una hoja
afilada encima?
El otro frunció
el ceño, irritado por la razón del chico, y aun así se dispuso a replicar. Sin
embargo, Kioni lo interrumpió.
-No sabe volar,
Marco.
Eso hizo que el
tal Marco diera un brinco, sorprendido. Miro a su compañera, y luego al
muchacho que iba con ella, sin mucha seguridad.
-¿Eso no es un
poco raro? ¿De dónde has sacado a este tipo, Kioni?- añadió entonces, con más
enfado que otra cosa.
-¡Eh, que me lo
presentaron en el Ojo Negro! No sé qué le han hecho.
-No me han
hecho nada- protestó el chico, alejándose un par de pasos-. Lo que pasa es que
no he tenido el privilegio de tener a alguien que me enseñe.
-Por suerte, no
es necesario que nadie nos enseñe- rebatió Marco, con los ojos entrecerrados-.
¿Por qué no recoges las alas?
-No puedo.
-¿Que no
puedes?- repitió, dubitativo-. Entonces quizás sea algo nervioso... Si te
toco...
Se acercó un
paso a Ángel y este se apartó rápidamente, mohíno, intentando proteger sus alas
con las manos.
-Sí, lo noto
perfectamente.
El hombre alado
pareció relajarse. Le quitó importancia con un gesto de mano, dejando que su
irritación se reflejara en su rostro.
-Entonces solo
es algo psicológico. Presión social, o algo así.
-No le gustan
las alturas- aportó la joven tranquilamente, como si no fuera ninguna molestia
para Ángel que desvelaran uno de sus secretos peor guardados-. Palabras
textuales.
Marco enarcó
las cejas. Entonces comenzó a reírse a carcajadas. El muchacho, que había
permanecido en silencio, pálido como el papel mientras esperaba exactamente esa
reacción, le lanzó una mirada furibunda a Kioni. Esta se puso completamente
roja, o se habría puesto, porque el color oscuro de su piel ocultaba
completamente su rubor. Eso era algo que le venía bien.
-Vaya, eso es
algo nuevo- observó alegremente el hombre-. Es como un pingüino al que le da
miedo el agua.
Y siguió
riéndose. No paró hasta un par de minutos más tarde, en los que el chico
permaneció callado, cruzado de brazos y enfurruñado, sin ser capaz de ocultar
su vergüenza como lo hacía la joven. Mientras, esta fruncía ligeramente el ceño
y se arrepentía de haber abierto la boca, pues debería haberse imaginado lo que
iba a suceder. Había comprendido que el tema de las alturas era algo de lo que
a Ángel no le gustaba hablar, y conocía a Marco. Sabía que era indiscreto y
bastante chismoso. En definitiva, la había liado.
-Bueno, más
vale que nos pongamos en marcha- dijo por fin, sin dejar que una sonrisa
burlona desapareciera de su cara-. A Raúl le va a interesar mucho...
El chico miró
dubitativo a su compañera, pero esta se limitó a acercarse a Marco, dispuesta a
seguirlo, sin ni siquiera molestarse en lanzarle una sonrisa de ánimo o, por lo
menos, una mirada de confirmación. Eso lo irritó bastante.
-¡Corre, es por
aquí!
La sangre se
heló en las venas de los presentes. Cruzaron miradas de pánico, miradas
sombrías. Sin una palabra, el hombre cogió en brazos a la joven y desplegó sus
enormes alas. A continuación, clavó su mirada, fría y seria, en la de Ángel.
-Lo siento,
pero no puedo con los dos. No puedo obligarte a volar, aunque te lo recomiendo.
Aquellas fueron
sus últimas palabras antes de agitar sus extrañas articulaciones, produciendo
un suave revoloteo, y alejarse sigilosamente de allí, ocultándose entre el
frondoso - o lo más frondoso que podía ser en aquella época - ramaje. Y él se
quedó allí, solo, observando estupefacto el lugar por el que habían
desaparecido. Haciendo algo que supuestamente él debería poder hacer.
Pero no podía.
No sabía. Y estaba solo. Lo único que le quedaba de su supuesta compañera era
una oscura mirada, llena de preocupación y culpabilidad.