Hoy os dejo un poco más de la continuación del libro este que estoy escribiendo, aparte del relato, espero que os guste :3
Capítulo 4
Murcia, 7 de enero de 4001
Después de dos
días de viaje y con escaso descanso – tanto por su parte como por la de su
recién adquirida yegua, que sin duda alguna se había esforzado –, llegó a una
ciudad que, por las señales que había visto, había supuesto que era Murcia.
Antes de entrar en la ciudad, se vio obligado a amarrar a su montura a un
tronco, en la arboleda más cercana a la periferia que logró encontrar. Intentó
dejarla en un lugar tranquilo, frondoso, por el que no parecía que pasase
gente, situado al lado de un arroyo. Comprobó que, por poco, las riendas daban
espacio suficiente para que el animal se acercara a beber.
Le daba un poco
de lástima dejar a la yegua allí sola, pero no podía arriesgarse a llamar la
atención entrando en la ciudad a caballo, por muy discreto que intentara ser.
Aún así, tampoco podía arriesgarse a liberarla, pues no sabía si la volvería
necesitar. Así que, hasta nuevo aviso, prefería mantener las cosas como
estaban.
Guardándose la
pereza y el miedo que le suponía caminar hasta el lugar, comenzó su trayecto.
Era cierto también que, en los tiempos que corrían, nadie solía entrar en otras
ciudades sobre sus propios pies, pero se dijo a sí mismo que lo haría a
escondidas, de forma que nadie se percatara de que había un habitante más entre
ellos, y nada corriente además. El gorrión, como siempre, lo acompañaba; había
decidido llamarlo Líber, porque
sonaba mucho mejor que Libre, que
había sido su primera idea.
Salió a una
explanada, demasiada abierta para su gusto, aunque vacía, en la que se veía la
autopista, a unos setenta metros de distancia. El alado inspiró aire,
resignado, como quien inspira valentía, y se acercó a paso rápido a la
carretera, deseando camuflarse lo mejor posible.

La impresión
que obtuvo al acercarse lo dejó sin aire. Edificios enormes, blancos y negros,
llenos de cristales, luces y carteles. Vehículos que se movían velozmente de un
lado a otro sobre vías luminosas sin tocar el suelo, y una masa de peatones
apresurados e impacientes por las grandes avenidas. Mantuvo la boca abierta
casi todo el trayecto, tan estupefacto como estaba.
Cuando llegó
junto a los primeros edificios, se ocultó rápidamente bajo sus sombras,
creyendo – acertadamente – que si se movía así no tardaría en dar con el
mercado negro. En efecto, aunque le llevó unas cuantas horas, acabó encontrando
un edificio aparentemente abandonado, pero que en el interior bullía de
actividad. Era como un zumbido lejano, oculto tras una enorme puerta metálica,
vieja y oxidada. Podría considerarse un truco de la imaginación, sin embargo
ahí estaba, sin duda alguna.
Dio un par de
golpes en la puerta, que hicieron que el edificio entero, irreprochablemente
antiguo, vibrase. De repente, el zumbido del interior se detuvo, lo cual
confirmó que no habían sido imaginaciones suyas, pues la diferencia, aunque
nimia, resultaba grotesca. Confiando en que hubiera alguien tras la puerta que
le oyese, susurró, en un tono lo suficientemente alto como para ser escuchado:
-Por favor,
déjenme entrar.
Tuvo que
recordarse a sí mismo el hablar en español, tan acostumbrado como estaba a
hablar aragonés. Una voz burda y ronca le contestó desde el interior:
-No has llamado
bien. Si no hay contraseña, no hay entrada.
-¡Venga ya! Voy
solo y soy inofensivo.
Alguien soltó
una especie de bufido irónico desde el interior.
-¿Y cómo sabemos
que no eres de la pasma?
-Primero, si lo
fuera, vuestro comportamiento ya resultaría muy sospechoso e indiscreto de por
sí.
-¡Como si eso
importara!- se burló-. La gran mayoría de polis saben lo que se cuece por este
lugar. Pero no seré yo quien les dé pruebas.
-Segundo, por
eso mismo, si fuera poli como dices, traería un escuadrón y tiraría la puerta
abajo. Creedme, no me interesa tener a los policías cerca.
La persona del
interior del edificio pareció dudar. Entonces, con algo de reticencia contestó:
-De acuerdo,
vamos a abrir. Pero levanta las manos, y si llevas armas, déjalas en el suelo.
Ángel quedó
confuso ante sus palabras, aunque hizo lo que le pedían, alzando lentamente los
brazos. Por suerte, no llevaba armas, pues eso le habría quitado puntos de confianza.
«No necesariamente», comprendió entonces. Comenzó a pensar que quizás sí
debería haber cogido algún instrumento que le sirviera para defenderse, a pesar
de que eso podría llevarlo a meterse en más problemas. No obstante, el bueno
del padre Javier no había tenido la idea de armarlo con nada, ni siquiera con
el cuchillo que había pensado emplear para asesinarlo.
Cuando sus ojos
se hicieron a la penumbra del interior, únicamente remediada por unas cuantas
ventanas cubiertas de polvo y algunas luces débiles y parpadeantes, le pareció
un portal a otro mundo. Mesas llenas de objetos, ocupando espacio de forma
desorganizada y caótica. Gente detrás de las mismas (los vendedores) y delante
(los clientes), todos ellos vueltos hacia él en ese preciso instante,
observando con curiosidad, recelo y temor. El silencio reinaba en el lugar, obviando
los murmullos que solían rebotar en cada esquina.
Se sentía
intimidado y durante un instante de pánico, la frase del cura le vino a la
mente. «No llames la atención.» Desde luego, no era así como se hacía.
Se tranquilizó,
recordando que aquella gente evitaba a la policía y a los cuerpos
gubernamentales tanto como él; lo cual no impidió que el corazón siguiera
latiéndole a mil por hora. Intentando ignorar aquella desagradable sensación de
animal acorralado, se volvió hacia el hombre que le había abierto la puerta,
escrutándolo con serenidad. Alto, robusto y musculoso, con bastante vello
corporal y facial, maduro, de cabello negro entrecano y ropa informal, para
nada desgastada y roída, como él se esperaba. No le costó imaginar que era el
guardaespaldas del lugar, sobre todo porque lo estaba apuntando con una antigua
– pero seguramente eficaz – pistola.
Cuando el
hombre reparó en la condición del muchacho, un adolescente perdido, desarmado y
completamente inofensivo, suspiró, bajó el arma y asomó la cabeza a uno y otro
lado antes de arrastrarlo al interior. Luego cerró rápidamente la puerta
pulsando un botón.
Se volvió hacia
él con irritación.
-Podrían
haberte seguido, pequeño idiota. Últimamente van detrás de los que pasan por
aquí.- Iba a replicar, aunque no se lo permitió, sino que añadió hoscamente-:
Bernardo, pero aquí me llaman Bicho.
-¿Bicho?-
repitió el chico, confuso, aunque el otro lo ignoró.
-Bueno, ¿me vas
a decir por qué estás perdiendo mi tiempo?
La pregunta le
hizo dudar, lo cual quizá demostró que no estaba preparado para comenzar una
nueva vida, y menos una así, después de haberse aplicado con tanto esmero en las
clases. «¿Y qué esperabas?», se dijo entonces, pellizcándose el puente de la
nariz. No habría tenido otro futuro, al menos con esas alas. Si tan solo
pudiera extirpárselas...
La ira agitó
algo en su interior que hizo que se decidiera, y mirando a Bernardo a los ojos,
con una seguridad sacada de algún lugar más allá del miedo, contestó:
-Quiero un
trabajo.
¡¡¡Ánimo que ya queda menos para el veranitooo!!! ¡¡Un besazo!!
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