miércoles, 30 de abril de 2014

Historias perdidas: Cuando despiertes (II)

Aquí tenéis la segunda parte de la historia, tal y como os prometí :3 (sí, ya sé que mis introducciones son cada vez más breves, pero es que no se me ocurre qué más decir xD). Solo lo mismo de siempre, que espero que os guste y tal, y que los comentarios se agradecen ^-^

Segunda parte: Despertar
Abro los ojos con lentitud. Duele; es como si tuviera el corazón hecho trizas. Como si un perro rabioso lo hubiera sujetado con su fuerte y sucia mandíbula y se hubiera dedicado a desgarrarlo con crueldad. Me llevo las manos a la mejilla, no porque lo note, sino porque lo supongo: la tengo mojada. Suelto una palabrota. Esta vez, sin duda alguna, ha sido la peor.
«¿Por qué, Verónica?» susurra la vocecita cruel en mi cabeza. «¿Qué ha hecho que te acuerdes de él ahora?»
La ignoro. No sé contestar, y eso me asusta un poco. Quizá sea otro recuerdo aleatorio. A lo mejor he visto algo que asocio con él, y no me he dado cuenta. Quizá lo echo de menos. Quizá la culpabilidad...
«Demasiados "quizá". Muévete de una vez.»
Salgo del callejón en el que me he escondido y busco una panadería. Mientras tenga dinero no pueden negarme un poco de comida, ¿no? Entonces miro hacia arriba. El cielo está todavía oscuro. Maldita sea, es demasiado pronto. Y he dormido más de lo que debería, porque tenía planeado despertarme antes del anochecer.
Escucho un coche. Retrocedo rápidamente y suspiro, aliviada. No ha habido luces rojas y azules. En ese momento me fijo en el cartel, ese otro cartel que tampoco deja de perseguirme. En esta ciudad no hay tantos como cuando abandoné mi hogar, aunque sigue siendo irritante. No es por el hecho de que salga esa chica, esa que quizá se parezca a mí, porque esa ya ha salido en la tele, estoy segura. Si la tienen que encontrar deambulando por la calle, de eso se encargan los medios de comunicación, no hace falta colgar papelitos por los cristales y columnas.
El problema está en que evito los medios de comunicación. No me paro a mirar ninguna pantalla, ignoro los periódicos, me vuelvo sorda ante los pesados interlocutores de radio. Pero no puedo evitar mirar las enormes fotografías que se plantan sin aviso ante mis narices, y tampoco puedo evitar echar un vistazo a algún que otro espejo.
La comparación sigue siendo increíble. La joven de la fotografía, de unos diecisiete años, aunque sale horrible - es una foto de carné -, está limpia, tiene algo de carne en las mejillas, viste una camiseta estilosa, quizá cara, y hace el esfuerzo de sonreír. Su pelo rizado y oscuro está más o menos peinado; por lo menos se nota que se ha dado unos cuantos tirones. Y lo más importante: sus ojos no están hundidos y puede que tengan alguna clase de brillo, aunque aquel día no quisiera ir a hacerse la foto.
En cambio, la chica del espejo es un horror, una abominación. Pálida, incluso azulada, esquelética, con una postura constantemente tensa. Las comisuras de la boca se inclinan hacia abajo y sus ojos grises, anteriormente admirados, están fuertemente marcados con ojeras, llenos de miedo y desconfianza. «No te acerques,» advierten, «porque como te acerques te mato.»
Un grito grave y contenido, lejano, me saca de mi ensimismamiento; menos mal, porque mi rabia estaba comenzando a producir fuego, literalmente. Mi ropa está echando humo.
Volvamos a lo importante. Después de arrancar el papel de la pared y destrozarlo (algo inútil, absolutamente inútil), comienzo a caminar con precaución hacia la zona de donde proviene el ruido. Cuando el hombre - porque es un hombre - vuelve a soltar un grito (¿de dolor, a lo mejor?), amortiguado con un gruñido, me veo obligada a tomar una decisión. No es que me importe, realmente, pero supongo que todavía me queda algo de humanidad.
No me gusta explotar demasiado mi inhumana velocidad, porque sí, también tiene un efecto no deseado: mi corazón se ralentiza por lo menos tres pulsaciones por minuto. De todas formas, tampoco parece que haya más remedio.
«Corre rápido, Vero. Más, ¡más rápido!» Estoy ahí en unos ocho o diez segundos, a pesar de que he tenido que recorrer una manzana entera, prácticamente. Me asomo al callejón del que mis oídos percibieron el ruido. El hombre baja la pistola hacia el que está tirado en el suelo, con la cara y las manos ensangrentadas, mirando hacia arriba con terror. Su dedo se tensa sobre el gatillo, se pone blanco, y sé que no tengo tiempo ni de contemplar mis posibilidades.
Suelto un grito, de guerra a lo mejor, y siento cómo sube la temperatura de mi sangre durante unos instantes. Tengo los brazos tensos, la mirada fija en el hombre que lleva la pistola, que se ha dado rápidamente la vuelta. Su expresión serena se va deshaciendo poco a poco, deshilachándose, hasta que sus ojos son dos platos enormes y oscuros y su boca se ha convertido en una mueca desfigurada. Concentro mi energía, la dirijo hacia él, y lo próximo que sé es que las llamas que hace un segundo me envolvían ahora lo han prendido a él.
Suelta un chillido más agudo de lo esperado. Doy un brinco. «¿Qué has hecho, Vero...?» Pero tú me has apoyado... Sacudo la cabeza. Miro de reojo al hombre que resuella en el suelo, escupiendo sangre. Pero no llego a apartar completamente de mi vista al de la pistola, la antorcha humana.
«La policía va a venir, Vero. Huye ahora. Ya lo has ayudado.» No. Por primera vez, me atrevo a desobedecer a la voz que me ha mantenido con vida. Algo completamente estúpido, por supuesto. Pero no soy capaz de dejar a aquel pobre hombre a su suerte. Rodeo a la antorcha y me arrodillo a su lado. Ya empiezo a notar los efectos de lo que he hecho. Mi corazón parece esforzarse más por latir y la sangre que corre por mis venas resulta un poco más espesa, un poco más fría.
Reprimo un escalofrío. Le coloco una mano sobre la frente, otra bajo la barbilla, y le levanto la cara. Tiene los ojos demasiado pequeños, o quizás lo parece porque están hinchados, sobre todo el izquierdo. Sus labios son muy finos y están partidos, y su nariz está torcida, posiblemente rota. Lo único que parece que está intacto son sus orejas, aunque lo más probable es que tenga daños en su interior. El tío que termina de arder detrás de mí, rodando sin éxito por el suelo, no tenía pinta de ser precisamente compasivo.
Cuando le voy a volver la cabeza, le toco la mejilla sin querer y suelta un gruñido. Suelto una exclamación de sorpresa y estoy a punto de dejar que se dé de bruces contra el suelo.
-Perdón- susurro, reprimiendo la histeria.
Sus ojos se mueven bajo sus párpados hinchados, quizás queriendo buscar mi cara. «No lo intentes demasiado, campeón, no creo que puedas ver muy bien,» responde con sorna la voz de mi cabeza. Cállate. ¿Podemos ser amables por un minuto, solo por un minuto? «Ah, no, Vero. Sé lo que vas a hacer, lo estoy viendo. ¿Acaso no recuerdas el frío, la fiebre, el malestar que te dura por lo menos una semana...?»
No la escucho. Coloco mi mano sobre su frente, me concentro, ignoro lo débil que estoy. Este pobre hombre necesita ayuda, y desgraciadamente ni tengo medios para llamar a una ambulancia ni debo hacerlo. Podrían localizarme.
-No te muevas- murmuro con timidez. Es lo último que digo antes de cerrar los ojos.
Mis pestañas tiemblan mientras busco aquel puntito brillante, aquella tranquilidad que me envuelve cuando lo hago. Bueno, solo lo he hecho una vez antes, lo hice por instinto. Ahora que he madurado, que he desarrollado mi miedo y mi rabia como un escudo, resulta tremendamente más difícil.
Relájate. Olvida la tensión. Nadie va a venir. Bueno, sí van a venir, pero por eso es mejor que acabes con esto cuanto antes. Mira, ahí está. Deja que te envuelva, deja la mente en blanco... Tú puedes hacerlo.
«Verónica, eres lo más imbécil e inútil que ronda por aquí.» Pero la voz suena distante. No es algo que deba escuchar. Siento cómo la energía recorre todo mi cuerpo. Hacia afuera, toda va hacia afuera, pero por el momento no importa, por el momento disfruto de la sensación, tengo que aprovecharlo antes de que desaparezca, como siempre, dejándome más frágil todavía. Es como una caricia, como un beso...
Y entonces se va. Estoy mareada, tengo náuseas y empiezo a temblar con fuerza. Tengo frío y calor a la vez. «¿Has visto? Si yo te lo dije, te lo he dicho...»  No importa. Abro los ojos. El hombre a mis pies se está incorporando, con los ojos bien abiertos y las cejas alzadas por la sorpresa. Ya no tiene cortes, no tiene magulladuras. Tiene la piel lisa y perfecta.
Es gracioso. A pesar de que no es especialmente guapo y tiene una cicatriz en la ceja derecha, no tardo en darme cuenta de la suavidad de su piel.
Entonces me mira. Acabo de darme cuenta de que tiene unos bonitos ojos castaños, aunque sí, son muy pequeños... Me levanto rápidamente, de nuevo en tensión. «¿Qué haces? No te quedes mirándolo. Por lo menos, corre ahora.» Pero no puedo. Madre mía, estoy solísima. Debo resultar una imagen muy triste.
-Yo... lo siento.- «¿En serio? ¡Acabas de salvarle la maldita vida!» Él se pone de pie lentamente, no sé si horrorizado o simplemente estupefacto-. Sé que... Pensarás que soy un monstruo, pero por favor no llames...
-¿Estás de coña?- su voz es grave, parece reflejar las palabras de mi mente, como si me la hubiera leído; me inquieta-. ¡Me has...! ¡Joder, me has librado de una buena! Ni siquiera tengo que ir al hospital...- murmura, maravillado, mientras explora su cara y su cuerpo en busca de heridas. Cuando vuelve a levantar la vista, le brilla la mirada-. No sé qué concepción de monstruo tienes tú, pero en mi diccionario no es salvarle la vida a la gente.
-Yo... Pero...- me observo las manos con disimulo. Él parece comprenderlo, porque añade, quitándole importancia con un gesto de mano:
-Lo del truquito... Bueno, yo tampoco soy un santo, ¿sabes? Debo un pequeño favor...- señala ligeramente al cadáver carbonizado-. Además, por muy raro que sea, casi diría que mola.
Intenta ser tranquilizador, lo veo. Este hombre me confunde. Es comprensivo, amable, parece ver a través de mí. Debe tener unos veinte años, quizás, y su sonrisa es, aunque un poco torcida, encantadora. Porque no es cruel ni condescendiente, como son las que yo conozco - las que conocía -, sino que es abrumadoramente sincera. Me tiende la mano.
-Miguel. Por cierto, gracias por salvarme el culo.

Me dijo que todo iría bien. Dijo que cuidaría de mí, que se encargaría de que nadie me metiese en ningún psiquiátrico, en ningún laboratorio, y de que tampoco me cortaran la cabeza. Dijo que era lo menos que podía hacer por mí después de que le salvara la vida.
¿De verdad le salvé la vida? Aún me resulta imposible creérmelo. Incluso si pude evitar que aquel hombre le atravesara la cabeza con una bala, no puedo deshacerme de la sensación de que solo soy una carga para él. Y, a pesar de todo, ha insistido tanto en ayudarme...
El caso es que ninguno de los dos hace demasiadas preguntas. No hablamos demasiado de mis... dones... Y cuando lo hacemos, él los comenta de forma casual, como si fuera lo más natural del mundo. A cambio, yo muestro desinterés por aquel tío que quería asesinarlo; porque la verdad es que no me importa, solo me importa que él esté aquí, conmigo, que me esté ayudando y que, por primera vez en mucho tiempo, yo haya hecho algo que quizás consiga enmendar mis errores.
-¡Verónica!
Levanto la vista, sorprendida. Su expresión oscila entre la diversión y la irritación. Me ha hablado, lo sé por su mirada, y una vez más no le he hecho caso. En este último mes que hemos estado conviviendo, nuestra relación se ha basado mucho en eso: comentarios sin respuesta. Y él sigue siendo amable y burlón, aunque no para de repetirme que él también tiene oscuros secretos... He decidido que no quiero conocerlos.
-Perdona, ¿qué decías?
-Que si quieres comer algo.
-No, no hace falta. Gracias- respondo, agitando la copa que tengo en la mano, dándole a entender que con eso está bien-. Es la primera vez que vivo con un adulto que me deja beber alcohol.
Y le doy un largo trago a mi Baileys. Él se encoge de hombros.
-Eso es que no soy tan adulto. Solo tengo veinte años, ¿recuerdas? Aún estoy en la flor de la vida- asegura con una mueca. Yo me río.
-Ya claro, lo que eres es un viejo.
Entrecierra los ojos, juguetón.
-¿Viejo? ¡Cómo osas...! Jovencita, yo conservo casi toda mi energía.
Y se lanza a por mí. Me bajo de la silla rápidamente y corro hacia el salón, chillando y riendo como una histérica. Me pongo detrás del sofá y él se queda delante, acechante, con una sonrisa pícara. Salgo corriendo hacia la derecha, pero él me sujeta por el brazo y tira de mí hacia atrás, haciendo que caiga sobre los blandos cojines con un gritito agudo. A continuación se tira encima de mí y comienza a hacerme cosquillas, y yo no puedo parar de gritar y reír.
Por fin para - ¿por fin? - y me doy cuenta de que él también se ríe. Se incorpora con la respiración entrecortada y entonces se calla. Se ha quedado mirándome fijamente. Y, sin más preámbulos, se inclina y me besa.
Me quedo sin aliento. No me lo esperaba y, al mismo tiempo, no sabía cuánto tiempo llevaba esperándolo. Cierro los ojos inconscientemente y tiro de su camiseta para acercarlo a mí. Tanto tiempo... Un nuevo olor, una nueva sensación.
«Verónica... ¿Por qué...?» Cállate. Déjame en paz. Ya no te necesito, no os necesito a ninguno. Estoy construyendo nuevos recuerdos... ¿Para qué?

Me despierto con la mejilla pegada a la suave tela de su camiseta. Huele a él. Es cálida y reconfortante, como él. Me incorporo. Estoy en su cama. Durante un momento me asusto. Intento recordar: no, no pasó nada, aunque supongo que bebí demasiado. «¿De verdad no querías que te besase?» provoca la vocecilla de mi cabeza. Sería mentira si dijera que no.
Escucho cómo inspira profundamente y me vuelvo a tiempo de ver cómo se estira. Me dedica una sonrisa suave.
-¿Has dormido bien?
-Perfectamente.
Se incorpora, preocupado.
-Oye, lo de ayer... No quiero que te sientas presionada ni nada... Es decir, yo soy el adulto, se supone que debería ser el responsable...
-Mira, no necesito esa mierda. Ya soy suficientemente mayorcita para saber lo que quiero- contesto, exasperada, aunque la verdad es que no estoy segura-. Además, solo me faltan unos cuantos meses para ser mayor de edad.
-Vaya, ya veo que lo tienes claro- responde burlonamente. Me da otro beso, se levanta y va a la cocina. Lo imito.
Se prepara el café de todas las mañanas y se apoya en la pared, mirando por la ventana, como todas las mañanas. Todo va bien, todo es perfectamente normal. Ya he metido mi pan en la tostadora cuando noto que se tensa a mis espaldas. Lo miro por encima del hombro con el ceño fruncido.
-¿Va todo bien?
-No. Hay policías en la calle.
-¿Qué?- Dejo el cuchillo de untar que tenía sobre la encimera y me acerco rápidamente; en efecto, las luces parpadeantes, azules y rojas, me deslumbran-. ¿Crees que estarán aquí por...?
Lo miro, aterrorizada, y él responde con más seriedad de la que he visto nunca en él:
-¿Por qué otro motivo podrían estar aquí? Quizás haya otro fugitivo o criminal en estos bloques, pero...- Hace una mueca-. Lo dudo.
-Joder... ¿Qué hacemos?
Casi puedo ver la maquinaria de su cabeza, engranajes intentando funcionar con rapidez y eficacia, un puzle resolviéndose pieza a pieza. Cuando por fin toma una decisión, me coge por la muñeca y tira de mí de vuelta a la habitación.
-Da igual que no hayan venido a por nosotros. Si llegan, estamos acorralados, así que tenemos que irnos ya, antes de que no tengamos ninguna posibilidad. Lo cual es casi seguro que ocurra.- Ríe con nerviosismo. Quiero abrazarlo y consolarlo. Así es él, queriendo animar la moral en todo momento, pase lo que pase.
-Siempre puedes abandonar- le sugiero-. Al fin y al cabo, no es asunto tuyo. Si vienen a fisgonear, ya me habré ido, verán que no hay nada y te dejarán en paz. Estarás a salvo.
Me mira como si estuviera loca. Guarda ropa en una mochila. Después comida, agua y medicinas. Incluso alguna que otra pistola, junto con una navaja en el bolsillo. Cuando cree que tenemos lo necesario, me empuja hacia la puerta y me hace salir. Desde el exterior se pueden escuchar las voces de los policías, en la entrada. Me entra el pánico.
Pero Miguel no permite que me quede paralizada. Hace que camine hacia la ventana, por donde se ven unas escaleras de emergencia. Abro rápidamente el cristal y me deslizo por el hueco hasta posarme sobre la plataforma metálica. El hombre va detrás de mí. Sin dudarlo un segundo, empuja la escalera de mano que pende de un lado, haciendo que se deslice y llegue al suelo con gran estrépito. Soltamos cada uno una palabrota y nos pegamos a la pared.
Por supuesto, un policía curioso viene a husmear al callejón sobre el que nos encontramos, pistola en mano. Claro que están dispuestos a dispararme. Siempre lo estuvieron.
Por fin el agente se da la vuelta y se aleja, gritando:
-¡Nada! ¡La estúpida escalera se ha caído!
-Corre corre corre- me insta Miguel. Y yo hago lo que me pide.
Después de unos cinco horribles minutos bajando lo más silenciosamente posible los tres pisos que nos separaban del suelo, salimos corriendo hacia la calle paralela a donde están los policías y nos encontramos... con que nos han tomado el maldito pelo. Sabían que íbamos a bajar por la escalera de emergencias. Por supuesto que lo sabían. ¿Cómo hemos podido desechar esa posibilidad?
-¡Alto! ¡Manos arriba! ¡No hagáis ningún movimiento o dispararemos!
Me miran con desconfianza y un poco de inseguridad. Miguel les da igual. Es a mí a quien temen. Lástima que no comprendan el peligro que supone el hombre. Un peligro que todavía no había llegado a conocer, realmente, hasta que se saca una pistola de la cintura de los pantalones y dispara al primer policía a la cabeza con una precisión mortífera.
-¡Huye! ¡Hacia la izquierda! ¡Zigzaguéalos, esquiva, y hazlos volar por los aires si hace falta!
Es como si se hubiera adueñado de la vocecilla en mi cabeza. Y estoy tan acostumbrada a obedecerla a la primera que mi cuerpo no tarda en responder. Se inclina hacia la izquierda cogiendo impulso y comienza a correr. El tiroteo ha comenzado, y sorprendentemente - o quizás no tanto - es a mí a quien disparan principalmente. Aunque sé que posteriormente sentiré mis huesos frágiles y quebradizos, creo un escudo transparente e impenetrable alrededor de mi costado derecho.
Escapo de la asfixiante multitud de agentes amenazadores, esquivando como Miguel me ha dicho, empujando y electrocutando a aquellos que han querido acercarse a mí. Caen fritos al suelo, entre espasmos, pero la voz me dice que no mire atrás, y no lo hago.
Entonces otra voz conocida, cálida y amable, grave y suave como el terciopelo, suelta un grito desgarrador. Y de nuevo vuelven los recuerdos, acusaciones de mis huídas. Me detienen una vez más. Pero en esta ocasión son nuevos y hacen que me dé la vuelta. «No les hagas caso, Vero.» Aún así, no puedo evitarlo. Es piel contra piel, fundida en un beso acogedor.
-¡MIGUEL!
Ahora es mi voz; sin embargo, suena demasiado aguda, demasiado lejana y distante. Es paradójico, pero es como si mi conciencia se hubiera apropiado de mis instintos y los controlara. Hoy, ahora, esta es mi decisión de no huir. Mi decisión de luchar. De enfrentarme a mi pasado... y a lo que soy: una criatura imperfecta que no salió como todos esperaban que saliera.
Siento la energía bullendo en mi interior. Soy una olla en la que se cuece la materia primigenia del universo. Cada célula de mi cuerpo arde; no sé si quiero provocar una explosión, un trueno o un incendio. Solo sé que quiero salvar a la figura que está en el suelo, sangrando, luchando por ponerse en pie. La silueta que quería dar su vida por mí. Pero llega tarde: estoy harta de la gente que quiere ayudarme.
Nuestras miradas se cruzan antes de que la energía en mi interior se libere como si de una estrella moribunda se tratase. Un fogonazo. Una mezcla de dolor y euforia, eso es lo que siento. Él se salvará, y yo... Bueno, espero al menos poder librarme de los recuerdos.
Es entonces cuando me doy cuenta de que no quiero olvidar. Tarde, supongo. Voy perdiendo el sentido de mis articulaciones... Me cuesta pensar... Solo noto cómo cada átomo de mi ser vibra, entusiasmado... y se detiene lentamente. Todo está acabando muy rápido... Un mes no es tiempo suficiente... Pero, al fin y al cabo, nunca...

Enhorabuena, Verónica. Lo has conseguido. Bueno, supongo que depende de cómo se mire.
Los que busquen a la luchadora, a la superviviente, a la que corre y no mira atrás... A esa ya no la encontrarán, no ahora. Pero no por eso eres mejor. Tampoco eres peor. Simplemente eres otra persona.
Esta vez, cuando despiertes, ya no habrá dolor, ya no habrá miedo ni recuerdos; no habrá fuego, ni los gritos de una familia que solo quería ayudar a una niña asustada. El aterrador efecto de tu don ya no deberá preocuparte.
Y no es una acusación. No te estoy culpando. Al fin has decidido dar la cara por otra persona, por alguien a quien amas, alguien que nunca te abandonó. Quizá por ello hayas dado de bruces con el fin del camino. Quizá por ello hayas desmoronado el esfuerzo de tantos años de sufrimiento, o al menos eso parece.
Ya no eres la superviviente. ¿Valió la pena? Aunque imagino que ya es demasiado tarde...
Dime, ¿lo es?

Y aquí lo dejo :D Como ya os comenté la última vez, tenía pensado hacer una continuación, lo que pasa es que me tengo que poner a ello jejeje xP Pero en cuanto escriba un poco (creo que también lo haré por partes) lo subo :3 Si me dais vuestra opinión sobre qué os parece os lo agradecería mucho :)
¡Un besazo! ¡¡Qué paséis muy buen puente!! :D <3

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Comentas? *oo* I shall be forever grateful

Pokemon - Vulpix