"DÍA I
El viento, frío y húmedo, me aguijonea la piel. A
medida que nos acercamos al puerto, hago una lista mental de las diferencias
que hay con mi querido país, España. Si no fuera por la difícil situación
laboral en la que me encuentro, no estaría obligado a viajar. Desgraciadamente,
las cosas nunca salen como me gustaría.
Cuanto
más cerca estoy, más siento una garra que me oprime el corazón. Quizás no haya
sido tan buena idea. Sin embargo, tenía que encontrar la forma de vender las
obras de mi hermano, fuera como fuese.
Nosotros
nunca hemos sido de los que se pelean; es más, Tomás y yo mantenemos una
estrecha relación, somos como dos mejores amigos. Aún así, al ser yo el mayor,
siempre me ha tocado cuidar de él. Y debo preocuparme de que su economía,
aunque no sea próspera, sea parcialmente estable.
La
nave es anclada junto al muelle. Inspiro una bocanada de aire al tiempo que
cojo mis maletas, rechazando la ayuda de uno de los marineros, y bajo por la
rampa que acaban de colocar. Busco con la mirada a alguien que parezca estar
esperándome; Tomás me dijo que había contactado con un amigo burgués para que
me recogiera. El que sabía de contactos e idiomas era él, no yo.
-¿Lewis
Santos?
Me
doy la vuelta, dando un brinco al oír esa voz, rota, como salida de la nada. Delante
mí hay un hombre anciano, con el rostro marcado por algunas arrugas y unas
pobladas cejas blancas. Me escruta con sus ojos claros desde detrás de unas
gafas de fina montura.
-Luis Santos- corrijo, después de un
breve carraspeo-. Sí, soy yo.
-Tenía
entendido que vendría acompañado- añade, en inglés.
-Sí,
erm... Mi hermano no ha podido venir- consigo responder en su idioma-. Su...
esposa estaba enferma.
Por suerte, no me pregunta por la
mía; no es algo de lo que me guste hablar – ya tengo suficiente con las
críticas de mi madre.
Me
hace un gesto para que lo siga y se interna en la multitud. Voy detrás,
obediente aunque algo receloso. No me gusta este hombre y desconfío de él, pero
de momento es mi único guía. Por suerte, solo me lleva hasta un carruaje
aparcado a un lado de la calle. Parece normal, de lustroso terciopelo negro y
tirado por dos caballos del mismo color. Me indica con un gesto que me meta
dentro, mientras él se sube al banco del conductor.
Ahogo
otro grito cuando me doy cuenta de que no estoy solo. El hombre que se sienta
en las sombras, delante de mí, suelta una carcajada.
-Perdone,
no pretendía asustarlo- se disculpa, con tono animado-. Mi nombre es Henry Dalton,
propietario de una de las fábricas textiles más prósperas de Inglaterra. No me
gusta salir a la calle y que los mendigos intenten sacarme dinero.
“¿De
verdad mi hermano conoce a un tipo tan rico?”, pienso, extrañado, con el ceño
fruncido. A veces me sorprende que tenga que ayudarlo.
-Luis
Santos. Soy el... hermano de Tomás.
-¿No
se encuentra presente su hermano?
-No
ha podido venir. Su esposa está enferma.
-Vaya,
no me dijo nada de eso en su carta.
-Ya...
Supongo que no le gusta que se preocupen por él- miento, concentrado en
descifrar sus palabras-. Oiga, ¿podría hablar un poco más despacio?
-Por
supuesto- concede, con menos entusiasmo que antes. A pesar de la poca luz del
carruaje, veo que sonríe-. Dígame, señor Santos, ¿es la primera vez que visita
Inglaterra?
-Sí.
De hecho, nunca antes... había salido de mi país.
-Entonces
le queda mucho por descubrir- observa, con cierta diversión. Hay algo en su
tono que hace que me indigne.
-¿Usted
ha... viajado alguna vez?
-Un
par de veces. Una a Estados Unidos, y otra a Nápoles.
-Debe
saber mucho- opino, con un tono ligeramente cortante. Solo me devuelve una
sonrisa a modo de respuesta: mi humor irritable y desconfiado no parece
afectarlo.
No
volvemos a hablar hasta que el carruaje para en una calle menos transitada, al
lado de un edificio de piedra que tiene un cartel con unas palabras escritas en
inglés que no comprendo. Creo que es una taberna.
-Este
hostal pertenece a un buen amigo mío. Confío en que estará en buenas manos, pero
si necesita ayuda, podrá buscarme al final de la calle Marshall; no le costará
nada encontrarla, tan solo está a dos manzanas. No obstante, le agradecería que
se quedara en su habitación.- Se inclina sobre mí y susurra-: Nunca se sabe qué
tipo de personas hay por las calles, aprovechándose de los extranjeros.-
Entonces se aparta de mí con una sonrisa-. Pasaré mañana a buscarlo.
Salgo
del carruaje tan distraído que casi me tropiezo, concentrado como estoy en sus
palabras. Por supuesto que hay bandidos que atracan a los menos precavidos,
pero el tono con el que ha pronunciado las palabras me ha puesto los pelos de
punta.
Ha
empezado a llover con más intensidad, así que corro a refugiarme a la taberna.
Antes de entrar, sin embargo, me despido de Henry con un gesto de mano.
El
interior está repleto de gente de apariencia burguesa. Me alegra que no sea
ningún bar lúgubre, repleto de mendigos, borrachos y pobres desgraciados con
transfiguraciones, amputaciones y enfermedades contagiosas.
Me
dirijo directamente a la barra, quitándome el sombrero, que se me ha quedado
empapado tras solo unos segundos bajo la lluvia, igual que el abrigo. Sin
embargo, el tabernero, que está limpiando un vaso, no se fija en mí hasta que
carraspeo. Entonces clava sus ojos entrecerrados en mí. Está encorvado, y
parece muy anciano. Probablemente esté medio ciego.
-Perdone,
señor, me han... mandado aquí... para que duerma esta noche- explico
lentamente, pensando las palabras-. El hombre decía llamarse Henry Dalton.
Entonces
el anciano asiente y comienza a decir cosas, agitado, pero tiene un acento
extraño y me quedo mirándolo, confuso.
-Perdóneme,
pero no lo entiendo. ¿Podría hablar con más claridad?
El
hombre se calla y, con cara de impaciencia, se da la vuelta y se dirige hacia
una puerta al fondo. Supongo que quiere que lo siga, así que eso hago. Coge un
manojo de llaves y empieza a subir por unas escaleras y yo voy pisándole los
talones. En el piso de arriba hay un pasillo bastante largo, con muchas
puertas. El señor se dirige hacia una de ellas y mete una de las llaves en la
cerradura. Entonces me doy cuenta de que le tiembla la mano.
Me
dice algo y vuelvo a mirarlo a los ojos. Pone cara de exasperación y me lo
repite más despacio. Entiendo algunas palabras. “Dinero”. “Señor Dalton”. Y
algo así como “pagar”.
-¿Me
pagará la estancia el señor Dalton?- deduzco, temiendo equivocarme.
Asiente
secamente, y yo suspiro de alivio. Le doy las gracias y entro en la habitación.
Cuando cierro la puerta, ya está bajando las escaleras.
Pongo
la maleta encima de la cama y decido no deshacerla: no sé cuánto tiempo querrá
Henry que me quede aquí. Por el contrario, me quito el abrigo, lo cuelgo de una
percha y me siento a la mesa que hay al fondo. La vela que hay encima me seca y
me da calor, así que me deshago de la chaqueta y la dejo en el respaldo de la
silla.
Tengo
que escribirle a Tomás, tal y como le prometí, así que busco en los cajones y
descubro que hay papel, pluma y un tintero. Lo pongo todo sobre la lisa
superficie y organizo mis ideas.
No
hay mucho que contar: he llegado bien, de momento. Me recuesto en mi asiento y
miro por la ventana, cubierta por las gotas de lluvia. Es tan distinto de
España...
Me
inclino hacia delante y comienzo a escribir. Le cuento lo largo que me ha
resultado el viaje, mis mareos, compensados por la inmensidad y la belleza del
océano. Le cuento lo desmotivador que me resultó acercarme a la isla y ver que,
aún en julio, el cielo estaba cubierto por una espesa capa de nubes. Hace frío,
demasiado. Las calles están repletas de gente y las casas son estilosas. Sin
embargo, la mayoría de caminos son sucios y malolientes, y no es raro
encontrarse con enfermos. A pesar de todo, le digo que he recibido una
bienvenida cálida y agradable, y que por el momento me hospedo en una taberna
de buena calidad. Le agradezco que contactara con Henry para que me recogiera,
ya que, si no, no habría sabido qué hacer.
Cuando
estoy satisfecho con mi carta, busco sobres en los cajones hasta que doy con
ellos, le echo una gota de lacre y le estampo el sello familiar de mi anillo.
Lo dejo encima de la mesa para acordarme de dársela al tabernero al día
siguiente. Luego me dirijo a la cama y me siento, mirando por la ventana,
pensativo. A lo lejos suena el relinchar, curiosamente fantasmal, de unos
caballos.
Un
carruaje rojo gira por una esquina, tirado por unos caballos blancos,
extremadamente delgados. Me acerco más al cristal, incauto, y distingo el
emblema dorado de lo que parece un árbol sin hojas. De repente frena, y veo que
se detiene al lado de un caballero con sombrero que camina con su bastón. Desde
el interior del carro, alguien parece decirle algo, y el hombre, envuelto en
sombras, parece escuchar. A continuación, comienza a negar con la cabeza. Es
como si estuviera rechazando una oferta, me digo, aunque parece impaciente por
alejarse de allí. Finalmente, el caballero se inclina ligeramente el ala del
sombrero, como para cubrirse la cara, y se aleja a paso rápido, metiéndose por
una calle demasiado estrecha como para que quepa el carruaje.
Me
aparto de la ventana, confuso y preguntándome qué podría haber significado.
¿Por qué tenía tanta prisa aquel hombre de alejarse de allí? Por si acaso, me
obligo a recordar el extraño emblema del coche. Seguidamente, me tumbo en la
cama y cierro los ojos."